JUSTICIA GENÉTICA
1.
Hace unas semanas se dio a conocer la noticia de que en China se había condenado al genetista He Jiankui a la pena de tres años de cárcel, una cuantiosa multa y la prohibición de por vida de realizar investigaciones genéticas. El acto ilícito que había cometido, y antecedente de esa severa sanción, había consistido, fundamentalmente, en alterar el ADN de los embriones de dos gemelas para hacerlas inmunes al SIDA. Para llevar a cabo esa manipulación genética (supuestamente, la primera en embriones humanos) utilizó una técnica denominada CRISPR-CAS9 que tuvo su origen en investigaciones llevadas a cabo en nuestra universidad, por Francis Mojica y colaboradores. Aunque sorprendentemente los periodistas españoles (pero no solo los periodistas) que, cada vez con más frecuencia, publican noticias o comentarios que tienen que ver con esa revolucionaria tecnología genética casi nunca hacen referencia a esa circunstancia: ¿Habrá que lamentar que no dispongamos de técnicas, de procedimientos -del tipo que sea-, para combatir tanta desmemoria?
Desde un punto de vista moral, el caso He Jiankui constituye lo que suele llamarse un caso fácil: los científicos y la opinión pública, casi sin excepciones, han considerado que esa actuación no estaba justificada. Y no sólo porque era contraria a normas jurídicas y deontológicas previamente establecidas que lo prohibían inequívocamente, sino, además, porque esas alteraciones en el genoma suponían riesgos imprevisibles para las gemelas y para sus descendientes, porque tampoco estaba claro que hubiese conseguido blindar a las gemelas frente al SIDA (la medida, en definitiva, no era -al menos, no del todo- idónea para el fin buscado), y ni siquiera podía considerarse necesaria para lograr ese objetivo, pues, al parecer, el virus del SIDA no se transmite a la descendencia si el padre enfermo toma fármacos adecuados.
Y, sin embargo, el caso en cuestión puede servir muy bien, me parece, para ayudarnos a entender muchos de los problemas éticos que plantea la ingeniería genética. Para ello, basta con proceder a un ligero replanteamiento del caso. Pues supongamos que la técnica se ha desarrollado ya de tal manera que es posible un uso seguro de la misma (lo que, sin duda, ocurrirá antes o después). Y que permite no sólo curar o prevenir enfermedades, sino manipular el genoma para producir mejoras del tipo de alargar la esperanza de vida, aumentar la resistencia física, incrementar la inteligencia, mejorar el carácter de las personas o asegurar la presencia de ciertos rasgos que suelen considerarse deseables (como la altura, el color de ojos, etc.); sobre esto, nadie parece tener tampoco muchas dudas: cualquier técnica, en principio, puede usarse con distintos fines pero, además, en este caso no parece que sea posible ni siquiera trazar una nítida distinción entre curar una enfermedad y producir una mejora genética. ¿Qué deberíamos hacer entonces, o sea, cómo deberíamos regular el uso de esa técnica? ¿Deberíamos seguir prohibiéndola de manera tajante (para ese fin: manipular embriones humanos)? ¿Quizás permitir su utilización, pero únicamente en relación con enfermedades, no cuando se trata de simples mejoras? ¿Pero puede hacerse esto último trazando límites que no resulten arbitrarios o peligrosos? ¿Deberíamos permitirla en relación con células somáticas, pero no cuando se trata de células germinales? ¿Estaría justificado, una vez que se haya producido el perfeccionamiento técnico al que antes me refería, sancionar jurídicamente o criticar moralmente a quien actuara como el científico He Jiankui lo ha hecho? ¿O más bien tendríamos que elogiar a quien se atreviera a ir en contra de normas (jurídicas y/o morales) socialmente arraigadas pero carentes de justificación? ¿No estaría actuando ese tipo de científico de manera parecida a quienes, en el pasado, combatieron prejuicios (injusticias) como la esclavitud, el racismo o el machismo y a quienes consideramos por ello como héroes morales, personas que contribuyeron al progreso de la moral? Si no es así, ¿por qué? Etcétera, etcétera.
2.
Sobre la intervención genética y los problemas de justicia (entendiendo por justicia la moral en relación con las cuestiones reguladas por el Derecho: grosso modo, las que afectan con cierta intensidad a los otros, las que trascienden el plano de la mera subjetividad) se ha escrito ya bastante en los últimos tiempos (vid. ,por ejemplo, Bugajska y Misseri 2020). A mí me interesa aquí subrayar dos tipos de aproximación que pueden encontrarse (a veces en un mismo trabajo) entre quienes analizan esa problemática desde la teoría ética. Si se asume la primera de ellas, la pregunta a la que se trataría de contestar es esta: ¿qué solución pueden tener los anteriores problemas (y otros por el estilo) de acuerdo con las teorías éticas de las que disponemos -o de acuerdo con la que considera preferible el teórico de la moral que trata de encontrar esas respuestas? Mientras que la segunda aproximación -que es más radical y quizás previa a la anterior, aunque la vaya a tratar después- llevaría a plantearse una cuestión diferente, a saber: ¿hasta qué punto ese tipo de problemas -y las respuestas que se den a los mismos- pone(n) en cuestión los propios fundamentos de la moral?
3.
Como todo el mundo sabe, no hay un consenso pleno (ni siquiera entre quienes pertenecen a una misma cultura) en cuanto a lo que haya que considerar como correcto o incorrecto, bueno o malo, desde un punto de vista moral. Eso no quiere decir, por cierto, que no exista también un amplio campo de coincidencias; en otro caso, la convivencia sería imposible. Pero parece claro que, en relación con el anterior conjunto de problemas, las opiniones van desde los más “liberales” (más dispuestos a aceptar ese tipo de intervenciones genéticas) hasta los más “conservadores” (más propensos a poner límites a esas prácticas o incluso a prohibirlas radicalmente) con una rica gama de posturas intermedias. Y la dificultad, claro está, estriba en que necesitamos llegar a algún acuerdo, a alguna regulación de la materia que, entre otras cosas, sirva como guía para los científicos. ¿Qué puede hacer entonces la teoría moral? ¿De qué manera podría contribuir -si es que puede hacerlo- a esclarecer las opiniones morales de la gente y a llegar, por tanto, a una respuesta en relación con esta problemática tan acuciante?
Pues bien, las discrepancias a las que me he referido se dan también -como es fácil de imaginar- entre los propios teóricos de la moral: en ese ámbito nos encontramos igualmente con liberales y conservadores (o más o menos liberales o conservadores). Y, además, no hay tampoco unanimidad entre los estudiosos de la moral en cuanto a cómo hayan de entenderse, en un plano más abstracto, las teorías morales: puede tratarse (no son todas, pero quizás las más relevantes) de éticas del deber (como la kantiana), de éticas consecuencialistas (como el utilitarismo) o de éticas de la virtud (como las de inspiración aristotélica) y también de teorías éticas que combinan -en diversas formas- elementos de las anteriores. Pero todas esas discrepancias son compatibles, afortunadamente, con la existencia de un amplio consenso generado en torno a lo que se ha llamado los “principios de la bioética”, que vienen a constituir algo así como una plasmación, en un campo concreto, de los grandes principios de la ética. Quizá pueda decirse que desempeñan un papel parecido -en el terreno específico de la bioética- al de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y otros tipos de documentos internacionales sobre esta materia que fijan lo que podríamos llamar los principios generales de justicia que gozan de un consenso prácticamente universal. Ahora bien, a diferencia del Derecho internacional de los derechos humanos que incluye no sólo principios, sino también muchas reglas específicas, en el campo de la bioética -y por razón de los cambios incesantes que se producen en la investigación biológica y médica- lo que tenemos es, sobre todo, “principios” que, por sí mismos -como resulta obvio- no son suficientes para resolver los casos que entrañan alguna dificultad, si bien constituyen un buen punto de partida para ello[1]. La situación, podríamos decir, es esta: esos principios parecen compatibles con cualquier concepción de la ética -de ahí el consenso alcanzado-, pero eso no quita para que exista también algún grado de discrepancia en cuanto a su interpretación y formulación exacta.
Tal y como yo los entiendo[2], se trataría de cuatro principios fundamentales, cada uno de los cuales viene a ofrecer una respuesta a una de las grandes preguntas de la bioética. Así, a la cuestión de quién debe decidir en ciertas situaciones de conflicto (el enfermo, el médico, los familiares, el investigador..) respondería el Principio de autonomía, que puede formularse así: “Cada individuo tiene derecho a decidir sobre aquello que afecte a su vida, a su salud o a su bienestar”. A la de qué daño y qué beneficio se puede (o se debe) causar, el Principio de dignidad: “Ningún ser humano puede ser tratado como un simple medio”. A la de cómo debe tratarse a un individuo en relación con los demás, el Principio de universalidad (o de igualdad): “Quienes están en las mismas condiciones deben ser tratados de manera igual”. Y, finalmente, a la de qué se debe decir y a quién, el Principio de información: “Todos los individuos tienen derecho a saber lo que afecte a su vida, a su salud o a su bienestar”.
Con esto, como decía, podrían solucionarse los casos fáciles (seguramente la mayoría de los que constituyen nuestras prácticas -las de un médico o las de un investigador-) pero no los casos difíciles, que son aquellos que surgen cuando se produce un cúmulo de circunstancias que parecen desafiar los anteriores principios: no podrían llevarnos a derogarlos (pues entonces valdrían ciertamente de muy poco), pero sí a matizarlos con otros cuatro principios. A estos últimos podemos calificarlos de “secundarios”, en primer lugar, porque derivan de los otros -de los “primarios”- y, en segundo lugar, porque para poder aplicarse habría que probar que se dan una serie de circunstancias que ahora paso a enumerar; si éstas no se dieran, entonces el caso habría que resolverlo aplicando el principio de autonomía, de dignidad, etc. Esos otros cuatro principios se pueden enunciar así: Principio de paternalismo: “Es lícito tomar una decisión que afecta a la vida, a la salud o al bienestar de otro si: a) este último está en una situación de incompetencia básica, y b) se puede presumir racionalmente que consentiría si cesara la situación de incompetencia”. Principio de utilitarismo restringido: “Es lícito emprender una acción que no supone un beneficio para otra persona (incluso que le supone un daño) si con ella: a) se produce (o es racional pensar que podría producirse) un beneficio apreciable para otro u otros, b) se cuenta con el consentimiento del afectado (o se puede presumir racionalmente que consentiría), y c) se trata de una medida no degradante”. Principio de la diferencia: “Es lícito tratar a una persona de manera distinta que a otra si: a) la diferencia de trato se basa en una circunstancia que sea universalizable, b) produce un beneficio apreciable en otra u otras, y c) se puede presumir racionalmente que el perjudicado consentiría si pudiera decidir en circunstancias de imparcialidad”. Principio del secreto: “Es lícito ocultar a una persona informaciones que afectan a su vida, a su salud o a su bienestar si: a) se respeta su personalidad, o b) con ello se hace posible una investigación a la que ha prestado su consentimiento”.
Todos esos principios no son todavía suficientes para solucionar los problemas de la bioética; en particular, los más difíciles. Pero -como decía- proporcionan una base útil. A partir de ellos tendríamos que configurar reglas, esto es, pautas específicas que pudieran derivarse coherentemente de esos principios y que nos permitieran encontrar una solución para los problemas objeto de controversia. ¿Cuáles serían entonces esas soluciones en relación con las cuestiones de intervención genética que, como veíamos, cabía plantear a partir del caso He? Pues bien, yo creo que la aplicación de esos principios (lo que supone un ejercicio complejo de ponderación) nos llevaría a sostener una posición más bien liberal, aunque con ciertos límites. Así, habría que justificar una manipulación genética que (con garantías) evite una enfermedad, sobre todo si es de cierta gravedad, e incluso si eso supone actuar sobre células germinales; también habría que admitir seguramente “mejoras” genéticas que eviten que un individuo se sitúe (en cuanto a su inteligencia, condiciones emocionales o aspecto físico) por debajo de un cierto umbral de “normalidad”; al igual que las que contribuyan, en general, a proveer a los individuos de lo que suele entenderse por “bienes primarios”, los que son condición para el desarrollo de cualquier plan de vida; no se podría intervenir genéticamente para predeterminar (aunque se condicione) la forma de ser o de vivir de un individuo: por ejemplo, para hacer de él un atleta, un pianista, un matemático, una persona sumisa…; los padres no gozan de una libertad irrestricta en relación a qué tipos de rasgos deberían evitarse o fomentarse en sus hijos; no es aceptable una mejora genética que no sea de acceso universal. Todo lo cual es, por supuesto, debatible (y debatido) y tendría que ser precisado de muchas maneras para que pudiera servir como una guía a la hora de establecer una (muy necesaria) regulación. Pero mi análisis no va a seguir esa dirección.
4.
Lo que aquí más me interesa es lo que antes llamaba la aproximación más radical, dirigida a dilucidar si -o hasta qué punto- el uso de la ingeniería genética supone un desafío a nuestra concepción de la moral: la que vinculamos con la modernidad y la Ilustración. Esta es, por ejemplo, la perspectiva que ha adoptado Habermas en varios trabajos de hace prácticamente dos décadas (Habermas 2001) y que, desde entonces, han sido ampliamente discutidos.
Habermas se opone ahí a lo sostenido por diversos filósofos “liberales”[3] que vendrían a defender aproximadamente -con diferencias entre ellos para nada desdeñables, pero en las que aquí no cabe entrar- las tesis a las que me acabo de referir. Pero él no parte de una concepción tradicional de la moral, sino que, como se sabe, lo que Habermas ha defendido es una ética discursiva, según la cual las normas moralmente justificadas son aquellas cuyas consecuencias puedan ser aceptadas por todos los afectados. Ese sería el principio fundamental de la ética, al que llegarían por consenso los participantes en un discurso racional que presupone la existencia de individuos dotados de autonomía y que se reconocen mutuamente como iguales; o, dicho de otra manera, presupone la existencia de agentes morales.
Pues bien, aunque Habermas acepte tanto lo que a veces se denomina aborto eugenésico (cuando existen graves malformaciones en el feto) como la eugenesia negativa (la que tiene como finalidad evitar una enfermedad), sin embargo, su postura es radicalmente opuesta a la selección de embriones y a la eugenesia positiva, o sea, la que persigue obtener una mejora, y aunque ella no se lleve a cabo por imposición estatal (o sea, aunque se trate de una eugenesia liberal). Y la razón que tiene para pensar así es que él considera que el trato que demos a la vida humana antes del nacimiento afecta a nuestra autoconcepción como especie (p. 91); la “naturalidad del nacimiento”(p. 81), la “indisponibilidad de lo natural” (p. 27), el “proceso contingente” (p. 25) de la fecundación es condición necesaria para poder sentirnos libres, esto es, para poder reconocernos como autores de nuestras vidas, y cada uno de nosotros de igual condición que los demás; de manera que la manipulación genética del embrión, en definitiva, socavaría los propios presupuestos de la moral. Con sus propios -y no siempre transparentes- términos: “Las intervenciones eugenésicas perfeccionadoras menoscaban la libertad ética en la medida en que fijan a la persona afectada a intenciones de terceros que rechaza pero que, al ser irreversibles, le impiden comprenderse espontáneamente como el autor indiviso de la propia vida” (p. 87). “La convicción de que todas las personas asumen el mismo estatus normativo y se deben reconocimiento recíproco-simétrico entre ellas, parte de una reversibilidad fundamental de las relaciones entre seres humanos. Nadie puede depender de otro de una manera que en principio no sea posible revertir. Pero con la programación genética surge una relación asimétrica en varios aspectos: un paternalismo de una clase peculiar.” (p. 88). La preocupación de Habermas consiste entonces fundamentalmente en que la tecnificación de la naturaleza humana puede llevar a modificar “la autocomprensión ética de la especie de manera que ya no podamos vernos como seres vivos éticamente libres y moralmente iguales, orientados a normas y razones” (p. 60).
Otro autor que ha escrito también en contra de la “eugenesia liberal” es Michael Sandel, uno de los más mediáticos filósofos de los últimos tiempos y que critica el liberalismo político porque él considera que la justicia no puede basarse únicamente en la autonomía individual, sino que depende también de alguna concepción de la vida buena, de una noción sustantiva del bien vinculada a una sociedad dada, a una comunidad; una idea que se suele expresar con la fórmula de que -al contrario de lo que sostienen los liberales- lo bueno tiene cierta prioridad sobre lo correcto. Sandel no está de acuerdo con el planteamiento de Habermas, porque él considera que una ética de la autonomía y de la igualdad no puede explicar lo que tiene de malo la eugenesia (Sandel 2015, p. 135). Pero sí que comparte la tesis de este último de que para pensarnos como seres humanos debemos atribuir nuestro origen a un comienzo que escape a toda disposición humana, que no podamos controlar (p. 135). Por eso, la razón fundamental para oponerse a la ética del perfeccionamiento genético la encuentra Sandel en la concepción de la vida como un don.
Esa idea de don no tiene para él (o no necesariamente) un significado religioso; cabe pensar que la vida es algo que recibimos, que escapa de nuestra voluntad, sin necesidad de atribuir su origen a Dios. Y lo que sí juzga fundamental es que si dejamos de considerar nuestras capacidades y logros humanos como algo que hemos recibido, y pasamos a verlos como el resultado de la revolución genética, entonces se transformarían “tres elementos centrales de nuestro paisaje moral: la humildad, la responsabilidad y la solidaridad” (p. 140). La humildad estaría en riesgo, porque la creencia en que nuestros talentos y habilidades no son enteramente obra nuestra es lo que contiene nuestra tendencia a la hybris (p. 140), nuestra ansia de control; por otro lado, la carga de responsabilidad alcanzaría “proporciones intimidantes” (p. 141), en la medida en que cada vez habría menos que atribuir al azar y más a la elección; y finalmente, ese aumento de la responsabilidad por nuestro destino y el de nuestros hijos podría reducir el sentimiento de solidaridad hacia los más desafortunados (p. 144) y nuestra capacidad para reconocer que compartimos un destino común: “la meritocracia -escribe Sandel- ,menos contenida por el azar, se volvería más exigente, menos compasiva”(p. 146).
Es interesante señalar también que, de manera parecida a lo que ocurría con Habermas, Sandel no está en contra, por ejemplo, de la investigación con células madre embrionarias (pero sí a favor de la prohibición de la clonación para fines reproductivos). O sea, esos dos autores discrepan de lo que podría considerarse como la opinión más común que cabe encontrar en lo que parece ser el paradigma filosófico dominante en ese campo (el liberalismo moral y político), pero no lo hacen porque estén anclados a una concepción, digamos, tradicional del mundo: de la política y de la moral. Lo hacen, cabría decir, por el peligro que ven de que la revolución genética pueda acabar con la concepción de la moral y de la política del mundo moderno y de la Ilustración. Y, por eso, Sandel remarca que si consideramos cuál es la clase de libertad a la que aspiramos, el mundo que queremos, nos tendríamos que dar cuenta de que “cambiar nuestra naturaleza para encajar en el mundo -y no al revés- es la mayor pérdida de libertad posible”(p. 152). Ver la ingeniería genética como la máxima expresión de nuestro deseo de vernos en la cima del mundo, de dominar la naturaleza, sería “una visión errónea de la libertad”. “Amenaza con suprimir nuestra apreciación de la vida como don, y con dejarnos sin nada que afirmar o contemplar más allá de nuestra propia libertad.” (p. 155).
5.
Yo no creo que ni a Habermas ni a Sandel se les pueda dar del todo la razón. Como algunos de los críticos del primero han sostenido[4], el que nuestras disposiciones genéticas no tengan un origen natural no tiene por qué suponer un menoscabo en el estatus moral de las personas, siempre y cuando se respeten ciertas condiciones (los límites a los que antes me refería); o sea, no parece que haya razón para que alguien deje de sentirse como un ser autónomo e igual en principio a los demás, si las “mejoras” genéticas introducidas no suponen que esté condenado a ser el tipo de persona que otro ha decidido que fuera(sino que sigue existiendo para él la opción de elegir entre una pluralidad de planes de vida), y si esas “mejoras” están abiertas a todos, esto es, no generan grandes desigualdades entre los individuos, clases distintas de seres humanos. Y creo que algo parecido cabe decir en relación con las tesis de Sandel. El que la vida deje de ser un don -fruto del azar o de la intervención divina- y pase a considerarse más bien como el resultado de procesos ampliamente determinados por la voluntad humana podría, efectivamente, contribuir a elevar -por así decirlo- la hybris de la humanidad, pero no tiene por qué acabar con las virtudes humildad, responsabilidad, solidaridad- que fomentan -y que quizás sean condiciones al menos contribuyentes de- la moralidad, siempre y cuando se respeten las condiciones -los límites- antes mencionados.
Pero en la obra de esos dos autores hay también un elemento -una advertencia- de gran importancia y que sería más que temerario no tomar en consideración. Se trata de que el desarrollo tecnológico (de la neurociencia, de la inteligencia artificial y -en lo que aquí nos interesa- de la genética) plantea ni más ni menos que el riesgo de que dejen de existir algunas prácticas tan característicamente “humanas” como lo que llamamos “moralidad”; de manera semejante a como el calentamiento global es una amenaza a que en el planeta pueda seguir existiendo cierto tipo de vida que incluye la de los seres humanos. Esto no parece ser un problema para quienes defienden el llamado posthumanismo o transhumanismo, que o bien celebran la desaparición del homo sapiens y su sustitución por una especie superior, o bien dan por inevitable que ese proceso ocurra. Pero no creo que la inmensa mayoría de la gente (incluyendo aquí a los científicos) sienta mucha simpatía por ese movimiento que, al menos hoy por hoy, sigue siendo visto como algo propio de intelectuales excéntricos, iluminados e invadidos -estos sí- por una hybris que les lleva justamente a la desmesura, a la irrazonabilidad. Casi todos pensamos que un mundo en el que no fuera ya posible la vida moral constituye más bien una pesadilla a evitar y no un paraíso que alcanzar. Pero entonces merece la pena detenerse a pensar cuáles son las condiciones, los presupuestos, en los que descansa nuestra moralidad. Y eso nos ha de llevar, creo yo, a valorar y a tomarnos muy en serio planteamientos como los de Habermas o Sandel.
Habermas tiene toda la razón, a mi juicio, al insistir en que hay ciertos rasgos de la naturaleza humana (y que pueden ser afectados por intervenciones genéticas antes y después del nacimiento) de los que depende el que podamos vernos como seres dotados de libertad y aproximadamente iguales, y, en consecuencia, capaces de guiar nuestra conducta por normas y por razones. Y me parece que también hay un importante fondo de razón en los temores que Sandel abriga en relación con el ideal de perfección que parece perseguirse con la tecnología genética; y, desde luego, yo creo que acierta completamente al subrayar que la moral no es únicamente una cuestión de autonomía, al menos si la autonomía se entiende -a la manera de cierto liberalismo- en términos de satisfacción de los deseos de los individuos: puede haber muy buenas razones para poner límites a esos deseos, provenientes de un paternalismo justificado, pero también de la necesidad de evitar un daño a otros o de alcanzar el bien común. Tan es así, que la reflexión en torno a lo que cabe llamar las condiciones de la moralidad no es para nada una cuestión de nuestros días, aunque la revolución tecnológica que estamos viviendo viene a prestar -cabría decir- un especial dramatismo a lo que anteriormente aparecía en el razonamiento más bien como simples hipótesis. Pero -por poner sólo un par de ejemplos y traídos de la filosofía del Derecho-, Herbert Hart, en su famoso libro de 1961, El concepto de Derecho, dedicó un capítulo titulado “el contenido mínimo de Derecho natural”, que se inspiraba en la tradición empirista de Hobbes y de Hume, para poner de manifiesto que lo que justificaba-explicaba que existieran algunas normas, por así decirlo, indisponibles, que no podían verse como resultado de la voluntad humana, eran ciertos rasgos de la naturaleza humana como la igualdad aproximada o la vulnerabilidad; sin ellos no podríamos explicarnos el Derecho (de ahí, por ejemplo, las dificultades de existencia del Derecho internacional) o la moral. Y algunos siglos antes, en el XVII, Samuel Pufendorf (vid. Truyol y Serra 1975, p. 194) consideraba que una de las características esenciales de los seres humanos, algo que les empujaba a la sociabilidad, puesto que hacía que se necesitaran los unos a los otros, era la imbecilidad (imbecillitas), o sea, su indigencia, su condición de seres imperfectos e inacabados; una idea que, me parece, está también en Habermas o en el alegato de Sandel contra la perfección. De manera que si los seres humanos, o algunos de ellos, dejaran de ser aproximadamente iguales entre sí, vulnerables e imperfectos, entonces no tendríamos moral, o no tendríamos la moral tal y como la conocemos. Nuestros valores ya no podrían ser los de la igualdad, la libertad y la fraternidad (o solidaridad).
Esta amenaza no es ninguna fantasía y es además probable que termine por convertirse en realidad si no aceptamos la existencia de ciertos límites y actuamos con la irresponsabilidad mostrada por el científico He Jiankui, pero no sólo por él. Hace ya muchas décadas que el filósofo Robert Nozick, uno de los más acreditados defensores de un liberalismo basado en el Estado mínimo, propuso la idea de un supermercado genético. Y uno de los descubridores de la estructura del ADN, James Watson, no ve problemas en que se lleven a cabo prácticas eugenésicas, siempre y cuando no sean impuestas por el Estado, o sea, sean libremente decididas (es de suponer que por los padres). Hay, naturalmente, muchos otros ejemplos que se podrían poner de intelectuales que piensan que el uso del conocimiento genético debería quedar librado a la acción del mercado. Y, sin embargo, si dejáramos que la ingeniería genética quedase regulada por la ley del mercado por la lógica del capitalismo-, es prácticamente seguro que la moralidad dejaría de existir, de manera semejante también aquí a lo que ocurriría con la vida inteligente en el planeta si no se le ponen frenos al capitalismo, a la lógica del beneficio y del consumo. Como varias veces he dicho, el otro tipo de liberalismo, al que a veces se denomina liberalismo igualitario (el representado por autores como Rawls, Dworkin, Nagel, Buchanan…), establece ciertos límites que -ahora podemos decir- son también los límites que hacen posible la moralidad. Y, sin embargo, también aquí, a propósito de las discusiones muy vivas que están teniendo lugar dentro de este último paradigma, no deja de haber motivo para la alarma. Se trata de que, sin un sistema público de salud (que podría quizás admitir los seguros privados pero de manera muy marginal), no parece que pueda asegurarse un acceso igual de la población a las mejoras genéticas, lo que llevaría a que, efectivamente, al cabo de algunas generaciones dejara de haber humanidad (o, al menos, una única humanidad). Es verdaderamente impactante, a este respecto, comprobar hasta qué punto las discusiones sobre justicia genética en el mundo anglosajón están, en muy buena medida, dedicadas al -o conectadas con el- tema de los seguros médicos.
La conclusión de todo ello, en mi opinión, no es muy alentadora, pero sí clara. Un componente esencial de la racionalidad -al menos de la racionalidad práctica- es la noción de límite, y no hay ningún motivo para pensar que ese límite vaya a respetarse de manera espontánea, sin necesidad de normas que, sin embargo, son difíciles de establecer y de hacer cumplir. Yo creo que esas normas (que, entre otras cosas, deberían regular la actividad de los investigadores) tendrían que ser las que antes sugería (normas considerablemente liberales), pero su aplicación tendría que hacerse depender de la satisfacción de algo así como un principio de precaución que podría formularse así: “No hagas nada que pueda considerarse razonablemente como una contribución a eliminar o a erosionar gravemente los presupuestos de la moralidad”.
BIBLIOGRAFÍA:
Atienza, Manuel (2010), Bioética, Derecho y argumentación, Palestra, Lima.
Buchanan, Allen, Brock, Dan W., Daniels, Norman y Wickler, Daniel (2002), Genética y justicia, Cambridge University Press, Madrid.
Bugajsska, A. y Misseri, L. E. (2020), “Sobre la posibilidad de una ética posthumana: propuesta de un enfoque normativo combinado”, en Isegoría (en prensa).
Habermas, Jürgen (2001), El futuro de la naturaleza humana. ¿Hacia una eugenesia liberal?, Paidós, Buenos Aires.
Hart, Herbert L. A. (1963), El concepto de Derecho, AbeledoPerrot, Buenos Aires.
Nozick, Robert (2012), Anarquía, Estado y Utopía, Fondo de Cultura Económica, México.
Sandel, Michael (2015), Contra la perfección. La ética en la era de la ingeniería genética, Marbot, Barcelona.
Truyol y Sierra (1975), Historia de la Filosofía del Derecho y del Estado, t. 2, Revista de Occidente, Madrid
[1] De hecho, hay una Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos de la UNESCO de 2005 en el que se establece el compromiso de la comunidad internacional de respetar una serie de principios universales de la humanidad en el desarrollo y la aplicación de la ciencia y la tecnología. Pero se trata precisamente de una declaración de principios.
[2] Recojo aquí las conclusiones a las que llegué en trabajos anteriores (vid. Atienza 2010) en los que explicaba con cierto detalle por qué entender así los principios de la bioética.
[3] Quizás convenga aclarar que el término “liberal” no incluye únicamente, para entendernos -y simplificando-, a quienes siguen concepciones afines a las del liberalismo clásico o a las de los neoliberales, sino también a los liberales igualitaristas (como Rawls o como Dworkin) a los que, en la tradición europea, denominaríamos socialdemócratas.
[4] Las críticas son tomadas en cuenta por Habermas, quien no deja de constatar el diferente clima intelectual que cree ver entre los intelectuales alemanes y los estadounidenses (el contexto fue un seminario organizado por Nagel y Dworkin -en 2001- para discutir las tesis del filósofo alemán): “[L]o preponderante para los colegas americanos es el “cómo” de la implementación de un proceso que en principio ya no cuestionan y que, yendo más allá de la aplicación de las terapias genéticas, llegan hasta el shopping in the genetic supermarket…para los colegas americanos, que piensan en términos pragmáticos, las nuevas prácticas no plantean problemas fundamentalmente nuevos sino que agudizan únicamente las viejas cuestiones de la justicia distributiva.” (Habermas 2005, p. 102).