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miscelaneas | Editorial

¿QUÉ HACER CON LA JUSTICIA NO PENAL?

  • El interés público sobre el sistema de justicia:

Es habitual que los abordajes sobre el sistema de justicia por los medios masivos de comunicación se focalicen en la situación de la justicia penal. Cuando ello ocurre, la preocupación suele detenerse en los musgos, parásitos y líquenes de ese árbol enfermo y no llega a analizar el estado del bosque, también afectado por un sinnúmero de patologías, absurdos e inequidades. 

Allí, entre otras cuestiones relevantes, se desarrolla la biodiversidad de los vínculos personales, familiares, laborales, sociales y económicos; se juegan las posibilidades de reconstrucción de los proyectos injustamente dañados, de un futuro mejor para las víctimas, de vigencia efectiva de los derechos económicos, sociales y culturales que el sistema constitucional argentino hizo suyos y con ello, de valoración imprescindible, obligatoria y necesaria para todos los magistrados.

En los siguientes párrafos, intentaremos establecer en forma sucinta cuáles son algunos de los problemas que presenta en la Argentina el sistema de justicia no penal y de formular algunas propuestas de cambio. 

  • La función de los derechos civiles:

El conjunto de normas que regulan los aspectos no penales del derecho tiene por finalidad posibilitar a los habitantes del país, y a las personas jurídicas, la concreción de todo tipo de proyectos, en tanto no dañen a otro o afecten la imprecisa categoría del “orden público”: formar una pareja; organizar una familia; alquilar una casa; obtener un crédito; crear una empresa; fundar un club; montar un negocio; defender cualquiera de esos proyectos o ponerle fin, etc. 

Y es claro que la organización de las áreas del sistema judicial que se vinculan con las discusiones relativas a esos derechos civiles (art. 20 de la Constitución Nacional) tiene que servir a la finalidad de facilitar a las personas la búsqueda de la mejor calidad de vida posible; aunque no siempre lo logren.

El problema es que con sus tiempos y sus formas, el proceso civil actual suele generar daño iatrogénico, lo que ha motivado ya condenas contra nuestro país de parte de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (casos “Furlán” y “Fornerón”). 

  • Un sistema de justicia del Siglo XIX frente a los problemas del Siglo XXI:

El sistema de justicia “civil” en sentido general (no penal) opera sobre criterios que resultan al cabo derivación de las normas de enjuiciamiento que nos dejó el sistema colonial, al que se le han ido colocando parches y realizando adecuaciones que no cambiaron en lo sustancial la base ideológica de su diseño.  

Cada juez es una suerte de señor feudal y el juzgado, su señorío. Él establece sus pautas y criterios para el trámite de las causas y el trabajo interno, los que pueden diferir en aspectos no menores de los establecidos por sus colegas, para incertidumbre de quien tiene que actuar ante ese tribunal.

Desde el punto de vista físico y no metafórico, se trata de territorios ocupados. Salvo el Palacio de Tribunales —ese extraño espacio en el que el tercer piso es el primero y en el que hay escaleras que conducen a la nada— los edificios judiciales son construcciones que no fueron pensadas para instalar en ellas tribunales. Cada tanto alguna de ellas evidencia riesgo de colapso por el peso de papel. Ninguna parece en condiciones de superar una inspección seria de riesgos para los trabajadores y los usuarios.

El procedimiento es escrito, opaco como el papel mismo. El expediente, una suerte de objeto de adoración en el rito profano del proceso, es el centro de gravedad de un sistema que cuyo actual diseño fue pensado cuando más del 70% de los habitantes de nuestro país eran analfabetos (Censo Nacional, 1869), lo que determinó que la primera cualidad destacable en un abogado fuera que pudiera dirigirse a un juez por escrito, que fuera pues un “letrado”, si además sabía razonar, argumentar y trabajar con las normas de derecho, tanto mejor. 

Se emplea un lenguaje leguleyo en el que se usan habitualmente expresiones en latín o en español antiguo y formas verbales que resultan de dificultosa comprensión aun para quienes hayan completado la escuela secundaria. 

Con los años ese sistema se actualizó formalmente, por vía de la incorporación de tecnología; pero ella fue aplicada a hacer más de lo mismo con diferentes medios. 

La delegación de funciones es moneda corriente y se comenta por allí que es habitual la figura del juez “saludador”, quien considera cumplido el deber de presidir las audiencias preliminares por el mero hecho de saludar a las partes y preguntarles si alcanzaron algún acuerdo, tras lo que deja el acto a cargo de un colaborador, quien carece de facultades legales para disponer sobre cuáles pruebas son en el caso relevantes y cuáles no, por lo que se terminan ordenando todas las propuestas, lo que genera una carga de trabajo y un volumen de información innecesaria que no hacen más que prolongar en el tiempo una decisión y alcanzar con la onda expansiva de la ineficiencia a quienes deben tomarse el trabajo de responder pedidos de información inútil. 

Gran parte de los jueces en actividad no tiene formación seria en materia de aplicación de los estándares internacionales de Derechos Humanos ni conocen los instrumentos y criterios de interpretación establecidos por los órganos de los tratados. 

Y el problema de formación no se limita a ese déficit, sino que no hay disposición que exija que los jueces se mantengan actualizados en los aspectos jurídicos y metajurídicos de los temas sobre los que tienen que decidir. Es habitual que temas novedosos derivados de la aplicación de nuevas tecnologías lleguen a decisión de los magistrados cuando aún no existe con relación a ellos carta de navegación confeccionada por quienes en el sistema republicano tienen el rol de formadores de leyes, y el juez debe decidir. 

Desde el punto de vista de la administración de los recursos del Estado y de la incidencia que tienen los jueces en la toma de decisiones con, a menudo, inevitable proyección general, no es razonable que no se disponga lo necesario para que se mantengan actualizados y que los medios para ello sean provistos por el Estado y no por intereses de mercado. 

La cuestión del deber de decisión lleva a otra, como es la baja calidad del asesoramiento con el que cuenta el sistema de justicia no penal, básicamente provisto por peritos que se anotan en listados para ser sorteados, sin que se verifique su conocimiento básico de las reglas del ámbito en el que van a intervenir ni se valore especialmente su formación y experiencia profesional. No son pocas las ocasiones en las que el juez se encuentra frente a un auxiliar que no está en condiciones de aportar información de calidad para que él pueda trabajar en una buena decisión del caso. 

Se suman a ello los déficits de las administraciones locales en materia de apoyo para la búsqueda de soluciones en cuestiones de vigencia de los Derechos Humanos, lo que se ve con crudeza en los casos de los desalojos masivos, en los que los jueces tienen casi que forzar la intervención del Estado para garantizar que ninguna persona quede en situación de calle, como lo exige la Observación General Nº 7 del Comité del PIDESC.

Los Ministerios Públicos (Fiscal y de la Defensa) se encuentran infrarepresentados. La cantidad de magistrados que por ellos actúan frente a los órganos no penales se encuentra dramáticamente por debajo del número que sería necesario para posibilitar que concurran a las audiencias en las que se debaten cuestiones que atañen directamente a sus funciones. 

Para concluir esta reseña de disfunciones es necesario decir que tampoco existen ni estructura ni criterios operativos para tramitar causas en las que se debate con relación a intereses o derechos de incidencia colectiva, todo lo cual pone en evidencia un dramático déficit en las posibilidades de acceso efectivo de la población a un sistema que posibilite una razonable defensa de sus derechos. 

Y como si todo ello fuera poco, de tanto en tanto, algún caso de corrupción…

  • ¿Qué hacer?

La lectura de las deficiencias señaladas en el apartado anterior explica que ningún sector del sistema de justicia se salve de ser considerado parte de una corporación oscura, ineficiente y sospechada de corrupción.

Probablemente quien lea estas líneas piense inmediatamente en alguna solución dramática, de esas que llevarían a reconstruir todo desde los escombros. Pero es posible trabajar sobre lo hecho y aprovechando la gran base de recursos humanos decentes y con vocación por el servicio público con la que cuenta el sistema de justicia.

La transformación del sistema de justicia no penal requiere: 

  1. Ingreso democrático de los trabajadores judiciales, para terminar con la endogamia de la “familia judicial” y asegurar que la designación en los cargos del Poder Judicial se haga sobre pautas objetivas y transparentes y no de cofradía. 
  2. Cambios en el criterio de selección de los jueces, para asegurar que los designados tengan capacidad para trabajar adecuadamente con cuestiones que involucran derechos humanos según los estándares constitucionales y convencionales de aplicación insoslayable y sean capaces de resolver los conflictos sobre la base de razones públicas surgidas de una interpretación admisible de las normas constitucionales y convencionales y no a criterios subjetivos o a la particular visión del mundo y de las cosas del magistrado. 
  3. Capacitación constante de todos los judiciales, especialmente de los funcionarios y magistrados a cargo del sistema de justicia y sobre temas establecidos por medio de un análisis de las tendencias en materia de conflictividad que permita pautar con antelación los temas que seguramente en un tiempo serán objeto de debate en los procesos. La tarea de capacitación debe incluir también a quienes se desempeñen como peritos del sistema de justicia.
  4. Oralización efectiva de todos los procesos de conocimiento, con imposición de dirección por el juez de las audiencias preliminar y de prueba y registro audiovisual de esos actos. Tal mecánica cambia la dinámica del proceso y la de funcionamiento de la oficina judicial, produce información de mejor calidad, reduce la posibilidad de chicanas y trampas entre contendientes y acorta notoriamente el tiempo del proceso, pues en la mayoría de los procesos el tiempo entre la primera audiencia y la sentencia no supera los cuatro meses.
  5. Cambio en la organización de la oficina judicial. Implementación de Oficinas Generales, idóneas tanto para una mejor gestión cotidiana y determinación de los tiempos del proceso como para deconstruir el sistema “feudal” de organización de los juzgados. Una organización adecuada de esos órganos debiera también manejar el enlace con los de la administración que deben participar de la construcción de soluciones que involucran cuestiones de derechos humanos, como los conflictos en materia de vivienda, salud o educación. 
  6. Comunicación judicial en lenguaje sencillo, comprensible, adaptado a la situación y capacidad de comprensión del destinatario; tanto en los actos orales como en los que se realicen por escrito.
  7. Facilitación del acceso a justicia, inclusión en los traslados de demanda de información orientativa sobre el ejercicio de derechos, localización de centros de asistencia jurídica gratuita, etc.
  8. Incremento del número de fiscales y de defensores que actúan ante juzgados con competencia no penal, lo que resulta imprescindible de cara a la generalización de un sistema de procesos orales. 
  9. Construcción de edificios judiciales accesibles y con instalaciones idóneas para el desarrollo de juicios orales. 
  • Ideas de cierre: 

Si el sistema de justicia no funciona adecuadamente; esto es, no sirve con razonable eficiencia a los intereses colectivos, debe ser reformado. El sistema de justicia argentino debe ser, pues, reformado.

La justicia no penal atiende a los derechos civiles de todos los habitantes del país y trabaja sobre conflictos que hacen a sus derechos fundamentales, a su calidad de vida y a las amplias posibilidades de desarrollo de la dinámica social que habilita nuestro sistema constitucional. 

Esa justicia no penal resuelve todo tipo de conflictos, muchos de ellos ligados con cuestiones absolutamente novedosas, cuyo emergente no ha sido aún metabolizado por las áreas de gobierno dedicadas a la elaboración de leyes al tiempo en el que algún juez debe pronunciarse sobre el caso, generando un precedente con impacto social.

En ese ámbito también se discuten cuestiones que hacen al gobierno de una sociedad democrática: libertad de expresión; derechos de los consumidores y usuarios; abuso de posición dominante en el mercado; preservación de la intimidad de las personas, entre otras cuestiones relevantes.

Los jueces con competencia en cuestiones civiles, comerciales o laborales pueden declarar la inconstitucionalidad de normas emitidas por los poderes conformados por elección del voto popular y es por ello que su proceso de designación y el control de su desempeño deben asegurar que ajusten sus decisiones a criterios de razón pública y no a sus creencias u otros intereses.

El “derecho privado” ya no existe como tal, se trata de un concepto que hoy confunde más que explica. Las cuestiones que lo conformaban se encuentran atravesadas por el interés público, por la defensa de los consumidores y usuarios y la necesidad de protección de las personas en situación de vulnerabilidad. El Estado debe invertir en un sistema de justicia que asegure la protección de todos ellos frente a los abusos que a diario se producen en el mercado y en la sociedad. 

Es necesario que los procesos judiciales en cuestiones no penales también se desarrollen por medio de juicios orales. La oralidad permite mayor participación y comprensión de las partes acerca de los que sucede con discusiones que les atañen directamente. Da mayor transparencia, porque posibilita que los interesados escuchen lo que dicen los testigos, los peritos, sus abogados, el juez, y que de ese modo, comprendan de mejor modo las razones de una decisión final que debe ser explicada con lenguaje claro. Ello, con el tiempo, debe necesariamente contribuir a una mejora en la consideración del sistema de justicia por parte del Pueblo. 

Magistrados civiles (jueces, fiscales y defensores públicos) formados, dedicados, comprometidos con su trabajo, con vocación de servicio; capaces de desarrollar trabajo interdisciplinario y de fundar sus decisiones en criterios de razón pública en un trabajo desarrollado con los abogados defensores. Conscientes de la necesidad de generar una intervención que no dañe, que permita reconstruir y potenciar autonomías personales. Servidores públicos conscientes de su rol como garantes de la calidad de vida de quienes reclaman legítimamente ante los tribunales. 

Un sistema de enjuiciamiento transparente, que comunique con claridad, en edificios accesibles y que abandone las prácticas burocráticas que embriagan sus movimientos desde su organización original. 

Un sistema de justicia que defienda a las personas tanto frente a los abusos del Estado como de cualquier otro poder del mercado o de la sociedad argentina. 

Eso es lo que necesitamos. 

Gustavo Caramelo es Juez Nacional en lo Civil y profesor de Derecho Civil en la UBA y la UNDAV