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miscelaneas | Editorial

¿SER O NO SER? (a propósito del uso de determinadas vestimentas por abogados y abogadas)

El diario UNO de Mendoza da cuenta que la Suprema Corte de esa provincia ha emitido una recomendación donde plantea que los letrados deben vestir ropas sobrias, preferentemente prendas oscuras, de color negro, azul o gris y los varones acompañados con corbata, evitando la exuberancia[1]. (http://www.pensamientocivil.com.ar/3494-abogados-deben-vestirse-manera-sobria-y-decorosa)

La noticia remite de modo inmediato al episodio protagonizado hace unos años atrás por un juez chubutense, que levantó una audiencia porque uno de los abogados (nada más y nada menos que el presidente del Colegio de Abogados de Trelew) no lucía corbata[2]. El incidente llegó hasta el Superior Tribunal de Justicia de Chubut, que tuvo que expedirse sobre el tema[3], generando además una serie de comentario que fueron recogidos en el blog de Alberto Bovino[4][5][6]. La pretensión de uniformar las vestimentas de los abogados y abogadas no se limita a los ámbitos tribunalicios. Todavía existen cátedras donde los docentes exigen que los alumnos de la carrera de Derecho comparezcan a rendir examen vestidos con ciertas indumentarias, lo que provocó que el Consejo Directivo de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Córdoba tuviese que emitir una resolución[7] donde se aclaraba que tales exigencias eran de carácter discriminatorio, contrarias a la garantías de acceso a la educación superior.

Es una verdad de Perogrullo que existe un profundo abismo entre la abogacía en general y el resto de la sociedad y, particularmente, entre el Poder Judicial y el resto de la sociedad. Considero innecesario abundar sobre este tópico, que se encuentra extendidamente aceptado entre quienes observan el comportamiento de los grupos sociales.

Este abismo sería meramente anecdótico sino fuera porque la abogacía en general, y el Poder Judicial en particular, tienen en sus manos interpretar y aplicar la ley para resolver los conflictos del resto de la sociedad.

La República Argentina (como ocurre en la mayoría de los países de la región) es un país que ha sido institucionalmente diseñado a imagen y semejanza de la abogacía. Comencemos por recordar que el arquitecto de la Constitución fue Juan Bautista Alberdi, padre de la abogacía. También señalar que estuvo arraigado en nuestra cultura (aún lo está) que los sitios de poder deben ser ocupados por abogados (preferentemente varones, blancos y padres de familia). Y la abogacía no fue ajena a esta tendencia. Muy por el contrario, me atrevería a afirmar que la abogacía ha tenido una enorme vocación de poder, alimentada por sus propias corporaciones.

Sin necesidad de remontarnos a la historia pretérita, lo cierto es que desde la recuperación de la democracia a nuestros días, prácticamente todos los presidentes (y la única presidenta de este período) han sido abogados. Lo propio ha pasado con los legisladores. Es verdad que en los últimos años encontramos diputados y senadores que no son abogados, pero seguramente sus asesores y asesoras sí lo serán, sin lugar a dudas. Ni que hablar del Poder Judicial, colonizado por la abogacía en contra del mandato constitucional que ordena terminar los juicios criminales por jurados. Mandato resistido, principalmente por la abogacía durante más de 160 años, situación que aún se mantiene en la mayoría de las provincias y en el orden nacional y federal.

La breve reseña anterior permite concluir que la abogacía no puede desentenderse del destino del país. Dicho con otras palabras, el destino de la República Argentina ha estado, siempre, intrínsecamente vinculado con la abogacía. Sin embargo, desde mi perspectiva, creo que los hombres y mujeres del derecho no nos hemos dado por aludidos. Seguimos obrando como si el ejercicio de nuestra profesión estuviese estrictamente ligado a nuestra realización profesional y personal, bastante desentendidos de la suerte del resto de la ciudadanía.

Las encuestas sobre calidad y satisfacción del servicio de justicia, ya sea en el área pública o privada, dan cuenta de ello. Salvo las excepciones, que siempre sirven para conformar la regla, nos mostramos incapaces de resolver los conflictos que son puestos en nuestras manos de modo medianamente satisfactorio. La cantidad de tiempo que demoramos en resolver las disputas y el modo en que las resolvemos pone en tela de juicio nuestra capacidad para manejar aspectos tan sensibles como la fortuna y libertad de nuestros semejantes.

El despiadado diagnóstico precedente, basado en un profundo amor a la abogacía y el deseo optimista de cambiar algún ángulo de su ejercicio, sirven de base para sostener la imperiosa necesidad de replantearnos nuestra relación con el resto de la sociedad, de tender, de una vez por todas, un puente de plata que nos reconcilie con la ciudadanía.

Seguramente que no es un solo factor el que tendremos que revisar en esta tortuosa relación. Son múltiples las cuestiones que tiene que replantearse la abogacía. Desde sus escuelas (como reproductoras de ciertos saberes y costumbres) hasta el desempeño profesional propiamente dicho.

Pero, me parece que en este replanteo juega un rol importante el modo en que nos ve la ciudadanía o, mejor dicho, el modo en que nos mostramos frente a nuestros pares.

El color de nuestras prendas, el corte de la vestimenta o el peinado que usamos son francamente irrelevantes. Creo, honestamente, que el hábito no hace al monje. Se podrá ser un excelente profesional sensible y comprometido, usando traje negro, chaleco y corbata. O, por el contrario, tributar a la mala praxis de jean y remera. La cuestión no pasa por ahí. La cuestión pasa por el deseo de imponer un modelo de abogada y abogado, estereotipado y adocenado que, a fuer de ser sinceros, poco y nada tiene que ver con una sociedad cosmopolita, diversa y evolucionada.

La sociedad moderna, que los abogados y abogadas tenemos el deber de defender, es la sociedad de las libertades, la sociedad donde todas las personas (incluidos los abogados y abogadas) nos podamos mostrar tal cual somos, sin necesidad de apariencias ni hipocresías. El intento disciplinador de la abogacía nos encorseta y limita. Pretende hacer de nuestras funciones el montaje de una apariencia que la ciudadanía observa estupefacta es francamente absurdo. Hablando un lenguaje extraño, tratándonos con reverencias y alcurnias medievales, cuando al rato compartimos un mate o un café, tratándonos de vos y che. Ritos que solamente contribuyen a establecer distancias con las personas legas y, en definitiva, a profundizar el abismo insondable que nos separa.

Es en este contexto que la recomendación de la Suprema Corte de Justicia de Mendoza atrasa y no se compadece, justamente, con los valores democráticos y republicanos que tenemos que promover.

 

 

[1] https://www.diariouno.com.ar/mendoza/los-abogados-deben-vestirse-manera-sobria-y-decorosa-20180407-n1585785.html

[2] https://www.infobae.com/2014/02/19/1544924-un-juez-obligo-un-abogado-usar-corbata-una-audiencia-y-desato-la-polemica/

[3] http://pensamientopenal.com.ar/fallos/39016-acuerdo-plenario-420314-stj-chubut-sobre-uso-corbatas

[4] http://nohuboderecho.blogspot.com.ar/2014/03/el-debate-bohmeranti-corbatas-no-es-un_28.html

[5] http://nohuboderecho.blogspot.com.ar/2014/03/sobre-la-corbata-fernando-gauna-alsina.html

[6] http://nohuboderecho.blogspot.com.ar/2014/03/por-que-los-profesionales-del-derecho.html

[7] file:///C:/Users/mjuliano/Downloads/RHCD_293_2015.pdf