EDUCAR EN POLÍTICAS FINANCIERAS: Economía de un policía: historias de consumo, descontrol y deudas
Los préstamos, las cuotas y cobros por adelantado signan la vida cotidiana de los policías. Revisando sus estrategias financieras es fácil encontrar los callejones sin salida a los que llegan más tarde o más temprano. De ahí sólo se puede ir a la dependencia absoluta de la institución, a los favores deshonrosos a los jefes, a las cien horas de servicio semanal, a la búsqueda de curros más o menos nefastos.
“Se pegó un tiro. Era cana y estaba deprimido. No cobraba un peso. Sacó un crédito para comprarse una moto. La chocó. Sacó otro préstamo para arreglarla. Un día limpió el arma y, cuando terminó, se pegó un tiro” cuenta Guillermo. Desde que empezamos a escuchar relatos sobre la vida económica de los policías nos encontramos con historias de consumo, endeudamiento y conflictos como ésta. Los préstamos, las cuotas y cobros por adelantado signan la vida cotidiana de los policías. Revisando sus estrategias financieras es fácil encontrar los callejones sin salida a los que llegan más tarde o más temprano. De ahí no se sale. De ahí sólo se puede ir a la dependencia absoluta de la institución, a los favores deshonrosos a los jefes, a las cien horas de servicio semanal, a la búsqueda de curros más o menos nefastos.
La depresión, los accidentes y suicidios son los desenlaces extremos que terminan con la vida y el disfrute, pero no con las deudas. Pero hay algunos caminos que ayudan a los policías a hacer equilibrio entre una pésima administración y un circuito de consumos. El más visitado es la recaudación ilegal a través de planillas de horas extras que, con una precisión euclidiana, dividen una interesante masa de dinero público entre escalones de poder. Otro, menos sofisticado, es hacer “chinos” o “quinielas” como si fueran una agencia desprolija, pero efectiva, de seguridad privada. Así algún día, sueñan, llegarán a tener un helicóptero.
Ingreso masivo
En un café del centro de La Plata, Osvaldo, un policía con treinta años de experiencia, explica la revolución económica que para los jóvenes de sectores populares implica ingresar en la Policía de la Provincia de Buenos Aires. La mayoría vienen de cobrar algún plan social, de hacer changas a cambio de monedas, de buscar sin éxito conseguir un trabajo y, los más suertudos, de trabajar en algún lugar que sin prometerles ascensos, ni crecimientos profesionales, ni seguridad social, ni estabilidad. Les ofrecen un sueldo con el que cubrir gastos y comprar algunas pilchas de fin de semana. El impacto de un salario de 25 mil pesos, que con las horas adicionales puede llegar a unos 40 mil, es inmenso. El impacto de la certeza del salario replicado cada día 5 del mes acentúa la inmensidad. El ingreso percibido por los policías al comenzar la carrera es de casi el doble del salario mínimo, vital y móvil. Bajo la experiencia de esta nueva situación económica los agentes renuevan sus hábitos de consumo, compran celulares, televisores y autos que, recibo de sueldo en mano, se disponen a pagar en mil cuotas. Según Osvaldo los flamantes policías se sumergen en un proceso de consumo donde estos 35 o 40 mil pesos, lo que en principio parece (y es) mucho dinero, pronto se les vuelven insuficientes. El salto de una forma de salario a otra deja al descubierto la ausencia de una habilidad bastante valiosa que, entre otras cosas, marca en nuestra sociedad el ingreso al mundo adulto: la administración.
En la última década, acompañando el lugar central otorgado a la inseguridad en las preocupaciones ciudadanas, los cuerpos policiales crecieron dramáticamente. La provincia de Buenos Aires, antes que una excepción, fue la mayor exponente de esta tendencia. Los integrantes de la bonaerense pasaron de 48 mil en 1997 a casi 100 mil en 2018, y se crearon cuerpos de policías locales que cuentan con alrededor de 22 mil efectivos. Si bien los números son aproximativos, en tanto no se difunden cifras exactas, no cabe dudas que una cantidad impresionante de jóvenes bonaerenses se sumaron a las filas policiales, tal vez la fuente de trabajo más importante de la provincia.
Érica, una agente que con su contextura pequeña y su uniforme holgado realiza tareas de prevención municipal trabajó como moza en un restaurante. La plata le “alcanzaba” teniendo en cuenta que los fines de semana o noches de eventos se hacía algún mango extra.
“Los primeros sueldos en policía estás que no sabés qué hacer con la plata, porque venís de otro nivel de vida, entonces te sobra”, comenta con cierta nostalgia. Porque para Érica, como para casi cualquiera, la plata entusiasma. Si bien el dinero que Érica comenzó a ganar como policía superaba ampliamente al que reunía en sus épocas de mesera la ilusión duró poco: “parece que no la vas a poder gastar nunca, pero después te acostumbrás, cambiás hábitos y ya te queda justo y en unos meses ya no te alcanza”.
Consumirse
“Trabajo todo el día, trabajo feriados, domingos, con lluvia o con sol, como mínimo quiero tener un buen teléfono para estar bien comunicada con mi familia cuando estoy acá o poder escuchar radio”. Con esta ecuación Paula, una joven oficial, justificaba la compra de un celular último modelo. El destino privilegiado del dinero es la compra de bienes de consumo que vuelven la vida cotidiana más placentera, confortable y prestigiosa (como celulares, televisores, equipos de sonido o consolas de videojuegos, ropa y calzado de moda, motos y automóviles). Un motivo que explica este comportamiento es que el ingreso percibido es de un volumen relevante respecto a sus trabajos anteriores, pero insuficiente para comprar una casa o hacer una inversión considerable.
Paula “se merece” el chiche recién comprado. Lo cuenta y no ahorra ni un céntimo a ilustrar su esfuerzo. Cuenta el dolor de piernas que tiene, el latido de las várices y el dolor de espaldas cuando llega a la casa. El calor de los borceguíes y los cinco kilos del chaleco antibalas se duplican los eneros al sol y se triplican después de la séptima hora del turno. El consumo es -incluso para Érica, que esgrime razones de todo tipo- desmedido, impulsivo y hasta descontextualizado. En el fondo ella sabe, y no se esfuerza en ocultarlo, la compra encierra algo demencial. Como no hay forma de explicarlo encuentra una forma de justificarlo: me lo merezco. Repite sin decirlo. Habla de un sacrificio previo materializado en el chaleco, el sol, el viento en la esquina, los días sin dormir y el caldo de los borceguíes en enero. ¿Y para mi cuándo? Piensa Érica y enfila a comprarse un celular.
De las 100 mil personas que son parte de las policías, 10 mil están con licencias médicas. El dato surge del mismo Ministerio de Seguridad de la provincia que en octubre de 2016 salió a acusarlos de ñoquis. Dentro de las comisarías esa inculpación a quienes no van a trabajar también corre. Las más comprensivas, como Nora, dicen que están quebrados, angustiados, obesos, deprimidos por las cualidades del trabajo y por las incapacidades de controlar la guita. La administración del dinero vuelve a aparecer como un saber ausente que los condena al abismo de problemas, ilegalidades y enfermedades para las que esas 10 mil licencias médicas caen como un yunque. Porque si bien el sacrificio alcanza su completitud en lo simbólico y espiritual, no se tramita sino con pruebas materiales de la entrega: cuerpos y psiquis quebradas, fusiladas y conferidas a la institución.
Endeudarse
“Un día me cansé y le dije a mi esposa ‘vamos a Walmart a comprar un LCD de 50 pulgadas’. Lo pagué con tarjeta, lo pagué 20.000 pesos, en 18 cuotas”. Son palabras de Esteban, un joven policía que repasa su situación financiera desde el comedor-living-pasillo de su casa, ubicada en la periferia platense. Cincuenta pulgadas. En el comedor-living-pasillo no entraba. 50 pulgadas es más grande que las paredes que tenemos a la vista. La compra del TV fue sin sacar de su bolsillo ni un billete porque disponía de una masa de dinero potencial, producto del acceso a la financiación. La particularidad de su forma de consumir, no tan alejada de otras personas que financian (que financiamos) un consumo que excede a aquel de primera necesidad, esconde una particularidad propia de lo policial. “Entre las tres tarjetas tenía como 120 mil pesos de límite, pero yo cobraba 20. Gastaba 120 y cobraba 20”.
Las tarjetas se taparon entre sus propios vencimientos y pagos mínimos hasta que, sin mucho esfuerzo, las financieras empezaron a tomar pago directamente del salario, sin esperar la voluntad de Esteban. “Me descuentan” llama él a este pago compulsivo.
La mala administración se combina explosivamente con las facilidades con las que cuentan los miembros de la policía para consumir. A las tarjetas de crédito se suman las “mutuales” que, por convenios con el Ministerio de Seguridad, habilitan la opción de compra en cuotas que son restadas del salario mediante el “código de descuento”. La facilidad del “a sola firma” se suma a cuotas bajas, distribuidas en un millar de meses que “ni se sienten”. La trampa: un interés incalculado que, para los más despiertos, es cercano a la estafa. Basta con acompañar a los policías por sus circuitos cotidianos para encontrarse con innumerables volantes entregados en mano en lugares estratégicos, de “posteos” en grupos de Facebook de policías, de cadenas de Whatsapp que los invitan a comprar ahora, sin plata, sin tener que moverse de casa, sin veraz. Conseguir financiamiento para un policía es tan sencillo como contar con su recibo de sueldo. La rueda del consumo se desboca cuando sacan créditos para pagar créditos contraídos anteriormente.
Rocío tiene una oficina envidiable, sobre todo de tardecita, cuando las luces de la ciudad brillan en su ventana del piso doce. Se encarga de los servicios sociales que incluye, entre otras cosas, intervenir frente al fallecimiento de un policía. Las dos cosas típicas en los velorios: que aparezcan dos esposas y enterarse de que el fallecido estaba cobrando en el bolsillo 24 pesos. No es una forma de decir. Jura que para el último velorio buscó el recibo de sueldo y le quedaba un saldo de 24 pesos.
El consumo que al momento de adquirir productos se presentaba como “merecido”, como derivación del sacrificio inherente a la profesión, se reinterpreta como una deuda a la hora de consumar el pago. Este espiral de consumo y deudas refuerza la pertenencia de los policías en la institución, por ejemplo mediante la necesidad de realización de horas extras, de permanencia en redes de sociabilidad e intercambio y, en ocasiones, de participación en mecanismos ilegales de acceso a dinero. “Genera que el policía termine atado a no irse de policía o a generar dinero”, dice Carlos, un oficial de la bonaerense.
Genera también el piso de la justificación para hacer tareas ilegales, ilegítimas y vergonzantes. Tanto que se excusan en el mar de deudas y descuentos en los que viven. Un gran negocio detrás de esto son las horas extra que funcionan cuando, a pedido del jefe operativo, anotan su nombre y legajo en una planilla para el cumplimiento de cierta cantidad. Los elegidos para ello son eventos grandes o sitios alejados de la vista inquisidora que pueda contabilizar policías. El jefe recibe el dinero por la cantidad de horas anotadas allí que, además él avaló, pero se queda con el 70% del mismo y resigna el 30% para el nombre de la planilla que, sin embargo, no cumplió esas horas. “No te queda otra” dice Esteban, con el 50 pulgadas sostenido en alguna pared de la casa.
Esta forma de recaudación de dinero es entendida como ilegal pero, a razón de sus resultados económicos y generalización en la práctica, como inevitable. Esteban es claro en este punto: “lamentablemente lo pienso y sé que voy a terminar en el mismo círculo vicioso porque la plata es muy dulce y más cuando estás muy ahorcado, no encontrás otra salida. Yo no iría ni por casualidad a robar un supermercado, preferiría entrar en esto, en agarrar un POLAD”.
Agarrar un POLAD es, en la práctica, firmar una planilla, establecer ilegalmente una división de dinero con el jefe inmediato y no asistir a cumplir el servicio. Estar “ahorcado” justifica apelar a prácticas ilegales, aunque sean menos condenable que otros delitos. “Robar un supermercado” apunta a la naturaleza ilícita de esta gestión monetaria, mientras que “preferir esto” señala una diferencia basada tanto en la víctima, el Estado que se niega a pagar sueldos dignos, como en la técnica, un verdadero fraude administrativo/no violento.
La imagen modélica, en parte aspiracional, del comisario enriquecido adquiere entonces relieve. En septiembre de 2016 la Escribanía General de la provincia recibió las declaraciones juradas de bienes de la cúpula policial de la bonaerense. Algunas de las fortunas difundidas por la Escribanía llamaron la atención de la prensa y, gracias a ello, de muchos policías. Érika las comentaba indignada: “una vergüenza las declaraciones juradas de altos jefes. Nosotros dos veces al año tenemos que hacer declaración jurada y ellos nada. Hay uno que tiene siete casas, un helicóptero y cuatro millones de pesos en cuentas… yo en ocho años lo único que pude agregar a mi declaración jurada es un autito rasca”.
El comisario estrella de esa declaración reconocía un ingreso de 48.000 pesos mensuales junto a bienes por más de 9 millones de pesos. Este desajuste entre ingreso y bienes en posesión era la causa para que Érika asumiera que el dinero provenía de la corrupción. El helicóptero condensaba la obscenidad del enriquecimiento del comisario que, para ella, se había “robado todo”.
El sentido del dinero en la policía no es otra cosa que un circuito de integración de miembros que provienen de diferentes territorios, familias, trayectorias laborales y educativas a una institución que, en parte, intenta sembrar sentido de pertenencia entre sus miembros. El dinero es una pieza fundamental en esa intención que une con deudas lo que no puede unir con vocación.
http://cosecharoja.org/economia-de-un-policia-historias-de-consumo-descontrol-y-deudas/
* Socióloga, doctora en antropología social. Docente e investigadora de la UNLP. Autora de “Género y Sexualidad en la Policía Bonaerense” (UNSAM Edita, 2014).
**Sociólogo, doctor en ciencias sociales. Docente e investigador de la UNLP. Autor de “Cuando la sangre no seca rápido. Muertes violentas como acontecimientos públicos” (EDULP, 2018).