El JUICIO MAS LARGO DEL CHACO ECHO LUZ SOBRE UNA NOVELESCA HISTORIA DE AMOR Y SILENCIOS
Un juicio que podría ser el más largo de la historia institucional del Chaco llegó a su final este mes, y puso fin a una demanda de filiación que sobrevivió a cuarenta años de idas y vueltas. El fallo también sirvió para blanquear una historia de amor y estruendosos silencios que comenzó un siglo atrás y tiene hoy a todos sus protagonistas muertos.
Se trata de la acción iniciada en 1976 por Andrés Oscar Bay en pos de conseguir que la justicia le permitiera acceder a su verdadera identidad. Apenas unas semanas antes su madre, Magdalena Pértile, le había confesado que en realidad él no era hijo de quien hasta ahí creía su padre, sino del médico Raúl P. Perrando.
Fue un momento de verdades tardías. Perrando ya había fallecido, y Bay siempre lo había creído su padrino. El expediente judicial permite ver que, sin embargo, prácticamente todo el entorno próximo del médico y de Pértile conocía cuál era la realidad escondida detrás de los velos de la formalidad.
Lo que también queda claro es que aquel amor prohibido, temeroso de la condena social en un siglo XX que arrancaba sin grandes cambios en las rígidas normas morales de la centuria anterior, no había sido una aventura fugaz. Magdalena y Raúl mantuvieron el vínculo durante todo el recorrido de sus vidas, desde que se conocieran en el consultorio de él.
Y hubo además de por medio –por parte de personajes secundarios de toda esta historia- algo mucho menos etéreo que los sentimientos: las numerosas propiedades y otros bienes que dejó Perrando al fallecer.
Matrimonio y frustración
Magdalena Pértile se había casado en marzo de 1911 con Andrés J. Bay. Ella tenía 17 años y él la doblaba en edad. Muy pronto se encontraron con un problema doloroso: Andrés era estéril. Lo atribuían a dolencias contraídas durante el servicio militar.
Entre los médicos a los que acudió el matrimonio estuvieron los hermanos Raúl y Julio C. Perrando (en homenaje a este último el hospital central del Chaco lleva su nombre). Tanto ellos como profesionales de Buenos Aires consultados por Bay dictaminaron que la esterilidad que padecía el esposo de Magdalena no tenía cura.
Fue un golpe duro para ella, que si había aceptado casarse era en gran medida por un intenso deseo de ser madre. Intentó calmar la frustración haciendo todo lo posible para que en su casa sus sobrinos pasaran el mayor tiempo posible.
No hay elementos que permitan saber en qué momento surgió su relación con Perrando, pero es probable que haya sucedido muy poco después del primer cruce de miradas entre ambos. Perrando, como su hermano, era una figura importante de la vida social de la ciudad que crecía alborotadamente. Magdalena no, pero tenía una belleza impactante.
Amor a escondidas
Raúl Perrando se convirtió en el ginecólogo de Magdalena. Los testimonios reunidos en la causa, provistos por personas contemporáneas de los primeros tiempos de aquel amor, dicen que los chismosos de Resistencia sabían de lo extensas que eran las permanencias de ella en el consultorio del médico, que la atendía en una edificación que estaba junto a su chalet, una bella casona que todavía se luce en la esquina de avenida Sarmiento y calle Ayacucho.
En la segunda mitad de 1928, ella quedó embarazada. Hizo lo posible por ocultar el estado de gravidez a su esposo, pero cuando ya no fue posible hacerlo le dijo la verdad. Él aceptó la situación. También quería ser padre. El 28 de abril de 1929 nació la criatura. Era un varón. Lo anotaron como Andrés Oscar Bay.
Perrando se desvivía por tener contacto con el niño. Se hizo llamar padrino para justificar las permanentes atenciones que tenía para con él. A Magdalena le regaló un automóvil para que no tuviera que andar tanto cada vez que iba al consultorio. Los Bay vivían en la zona de lo que hoy es la avenida Alberdi al 1.400. En aquel entonces parecía un paraje alejadísimo. El amor clandestino seguía a su ritmo. Perrando nunca se casó. Y desde donde estuviera (Europa o algún país de América Latina) siempre se hacía tiempo para escribir una postal al “querido ahijado” y conseguir un regalo que le entregaba al regresar a Resistencia. En la casa los Bay, el secreto quedaba entre cuatro paredes. Sólo Magdalena, Andrés y Dios sabían cómo lo sobrellevaban.
Juntos y solos
En 1947, a los 70 años, murió Bay. Magdalena, sin embargo, no se plantea blanquear entonces su relación con Perrando, mucho menos decirle a su hijo la verdad sobre su origen. Incluso le hace juramentar al médico que jamás dirá que ese muchacho es de los dos.
El río del tiempo va cruzando la tierra. Andrés Oscar crece, se hace mayor, y en todos los momentos importantes de su vida siempre hay alguien a su lado: el padrino Raúl. Para él la realidad que sus padres callan es inimaginable. Ni siquiera es capaz de ver –como sí todos los demás lo hacen- que es fisonómicamente idéntico a Perrando. La forma de la cabeza, su rostro, sus orejas, su voz, la chuequera al caminar.
Magdalena y su amor de toda la vida envejecen. Siempre con encuentros furtivos, siempre pensándose, siempre diciéndose todo en silencio, siempre con una vida tapada por la vida oficial.
Perrando sigue sin poder prescindir del contacto cotidiano con su hijo. Es él quien le consigue un empleo en el Banco Italia, es él quien le obsequia el predio en el que vivirá el muchacho al emanciparse, será él quien lo acompañe en el altar al momento de casarse.
Final y principio
En 1976, Perrando muere. Magdalena debe de haberlo llorado mucho, sola y quizás arrepentida de no haber podido jamás cruzar la plaza con él de la mano. Quizá no.
Probablemente como un homenaje a ese amor, o como un reconocimiento al derecho de su hijo a saber, o por ambas cosas, un día le dijo a Andrés que quería hablar con él. Y allí le dijo todo. El hijo ya tenía 48 años. Ella estaba muy enferma. Falleció meses después. Antes, hizo una declaración judicial para dejar constancia de la verdad.
Conmocionado por la revelación, Andrés inició una doble acción judicial para formalizar su identidad real. Por un lado, impugnó su inscripción como hijo de quien hasta allí había creído su padre. No fue un acto de desprecio. Recordaba a aquel hombre como un verdadero papá. Su muerte había sido el primer gran dolor de su vida. La otra causa fue para que se lo reconociera como hijo de Perrando.
Comenzaba allí una historia nueva y diferente, la de su lucha por cerrar un capítulo que le revolvía el alma. Murió en 2001, a mitad de un camino tapado por una maraña infernal de incidentes y oposiciones. El juicio concluyó el 5 de este mes, con un fallo del Juzgado Civil y Comercial 16. Para entonces el expediente había pasado por varias manos. Como mar de fondo siempre tuvo la herencia dejada por Perrando. Un dudoso testamento había repartido los bienes del médico entre distintas entidades. Una de las abogadas de Andrés impugnó esos legados, sospechando que el médico había firmado ese reparto en el final de sus días, atormentado por su enfermedad, sin ser consciente de lo que suscribía. Sobre todo, sin ser consciente de que allí afirmaba no tener descendencia alguna. ¿Podía haber ignorado a su hijo alguien que en vida había tenido innumerables gestos de amor y generosidad para con él?
Pero las objeciones, en los albores del juicio sucesorio, fueron desestimadas. Recién al exhumarse los restos de Perrando (enterrados en la provincia de Buenos Aires) y realizarse un estudio de ADN se constató la relación filial. Ahora está a punto de concluir ese otro proceso. Las entidades que antes aparecían como legatarias de todos sus bienes, se quedarán con un 20%. El 80% será para cinco nietos de Andrés, ya que los dos hijos que él tuvo fallecieron también, ambos a edades jóvenes. Recién para entonces, una justicia tardía, muy tardía, habrá hecho algo de lo que le correspondía hacer.
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